Jesús no vivió como un rey… sino como un servidor; su opción no fue el poder, sino la humildad y el desprendimiento; su trono fue una cruz, y su corona, una de espinas. Desde ahí atrae. Así sobresale su testimonio.
Jesús se desmarca de los señoríos y reinados humanos. Aunque su “reino no tendrá fin” (Lc 1, 33), pretende mostrarnos otro camino: “el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan sino para servir y dar la vida en rescate por todos” (Mc 10, 42-45).
Jesús es reconocido como Rey y Señor porque ha servido a la humanidad como nadie, y porque su testimonio es una provocación a gastarse en misericordia, solidaridad y servicio hasta gastar y desgastar la vida.
En la liturgia, la parábola evangélica lo sitúa juzgando a “todas las naciones”. Pero este juicio se reduce a una sola cuestión, una sola pregunta: el amor a los demás. Para Jesús la calidad de vida de una persona queda demostrada por el amor que haya puesto en sus relaciones con los hermanos.
El que ama cumple la ley entera. Por tanto, lo que salva no son los deseos ni las palabras, sino las obras de amor y misericordia. Lo que Dios espera preferentemente de nosotros es una solidaridad entrañable como la que vivió Jesús.